La cadena de Temporibus: capítulo 1
Escrito por las patitas de Cucaracha en su guarida sábado, enero 29, 2011
CAPÍTULO 1
Diana miró con aire indeciso las teclas del teléfono una vez más, sosteniendo el auricular con pulso inestable mientras lo mantenía en algún punto cercano a su oreja. La emoción y la angustia de estar a punto de aventurarse en la búsqueda que resolvería todas las dudas que la carcomían por dentro, un desafío de obstáculos cuyas magnitudes realmente no conocía, le impedían pensar con claridad y decidirse entre seguir adelante o echarse atrás. «¿Marcar o no marcar?», pensó con el corazón desbocado.
—Diana, suelta el teléfono –dijo Adrián por tercera vez en un minuto –. No sabemos en qué lío nos estamos metiendo. Es una locura.
“Nos estamos metiendo”, había dicho el chico, y no “te estás metiendo”; por lo menos le quedaba la certeza de que su mejor amigo no iba a abandonarla en aquella aventura y que le prestaría su ayuda de forma infalible, fuese quien fuese la persona que contestase el teléfono al otro lado de la línea. El bueno de Adrián. Ahora, Diana comenzaba a sentirse mal por arrastrarlo en aquel despropósito que parecía más un juego malintencionado que una búsqueda de la verdad, de una verdad que había estado persiguiendo durante años.
Aún le parecía mentira cómo había comenzado todo. ¿Quién le iba a decir a ella que aquel trabajillo de niñera ocasional iba a desembocar en aquella locura? Había redactado, impreso y repartido ella misma los carteles ofreciendo sus servicios como canguro de fines de semana, con la esperanza de ahorrar algún dinero para el futuro, ahora que aún estaba en el instituto. Temió que la gente no confiase la seguridad de sus hijos a una desconocida de 16 años, pero el “boca a boca” y los amigos de amigos hicieron una efectiva publicidad que pronto le consiguió varias llamadas de clientes, suficientes dadas las circunstancias. Así que había comenzado a sacrificar algunos de sus sábados de tiempo libre para ir a casa de padres con compromisos ineludibles de fin de semana, o simples parejas que querían ir al cine sin tener que cargar con un crío. No negaba que algunos de los niños a los que les tocaba cuidar le hacían desear no haber escogido aquel trabajo, pero el dinero que cobraba más tarde hacía que mereciese la pena el calvario.
Ya era la segunda vez que había acudido a cuidar de la hija de Lorena Beltrán. Se trataba de una amiga cercana de su madre. Lorena era madre soltera y mujer de negocios (aunque aún desconocía su profesión). Esto la obligaba a viajar a menudo y a tener que dejar por ello sola en casa a su pequeña niñita, Blanca. Lo peor de trabajar para ella era que tenía que quedarse a dormir en su gran caserón la noche del sábado, y Diana odiaba dormir en un lugar tan enorme y vacío; lo mejor era la abundante recompensa que recibía al día siguiente de manos de Lorena. Aparte de que le encantaba pasar el día con Blanca; tenía cinco años y era un revoltijo de nervios, pero también era una niña muy dulce e imaginativa que no paraba de proponer juegos. Y lo mejor era que no pataleaba, gritaba o lloraba cuando le proponías darle de comer o irse a dormir.
En aquella segunda incursión a la casa Beltrán, Blanca le había propuesto jugar al escondite. Encontrar a la pequeñuela en aquel laberinto de habitaciones, cada una de ellas tan grande que hubiese cabido dentro el piso en el que Diana vivía, había sido bastante complicado. El par de veces que le tocó a ella contar y buscar a la niña, que se empeñaba en buscar los escondites más rebuscados, había tardado como veinte minutos en encontrarla.
La tercera vez que le tocó “quedarla”, la chica buscó a Blanca en un cuarto trastero del piso superior, mirando en cada rincón. Ya estaba a punto de salir de la habitación, dándose por vencida, cuando le pareció escuchar una respiración. Volviendo sobre sus pasos, apartó un montón de cajas apiladas cerca del fondo del cuarto y de aquel hueco surgió la pequeña Blanca, agitando las coletas de pelo negro con una risilla desdentada.
—¡Mira dónde estabas, pillina! –exclamó Diana, haciéndole cosquillas a la niña mientras se retorcía entre carcajadas, con los mofletes al rojo vivo.
—¡Vamos a jugar a otra cosa! –propuso la pequeña instantáneamente.
—¿Ya te has cansado del escondite? –en realidad, se alegraba de poder dejar de patearse la casa de arriba abajo –Bueno, ¿y a qué quieres jugar ahora?
—Saca mis juguetes de ahí –indicó Blanca, señalando un armario apalancado en un rincón polvoriento.
—¿Tus juguetes están ahí? Si he visto que tienes el dormitorio lleno de juguetes.
—Sí, ésos son los nuevos. Como siempre tengo muchos nuevos, mami me guarda los juguetes con los que ya no juego en el trastero –explicó ella, muy seria –. Se cree que no lo sé, pero la he visto. Y quiero jugar con ellos otra vez. ¿Me los das tú? Están arriba.
—Bueno… no veo por qué no –murmuró Diana. Le daba un poco de apuro que Lorena le recriminara eso cuando volviera, pero si ponía de nuevo todos los juguetes en el armario cuando Blanca acabara de jugar no se daría cuenta.
Así que abrió el armario y empezó a sacar cajas. Allí no sólo había juguetes viejos; antes de dar con la primera caja llena de barbies despeinadas, sacó una con ropa antigua e incluso otra con bisutería que parecía oxidada. Ya había terminado de inspeccionar todas las cajas, y Blanca se encontraba jugando felizmente en el suelo con sus muñecas viejas, cuando sucedió algo inesperado.
—Esto no es mío –anunció la niña, sujetando algo metálico en su manita –. Qué feo. ¿Es de mami?
—¿A ver? –cogió aquel objeto para inspeccionarlo, extrañada de que lo hubiera encontrado entre los juguetes viejos.
Se trataba de un reloj de bolsillo. La esfera era brillante, tal vez de plata auténtica, y bastante grande. Además, las comisuras del intrincado dibujo que presentaba en su tapa y la cadena roñosa que colgaba de él lo había parecer bastante viejo. Sin pensarlo, presionó el botón que servía para ajustar las manecillas y el reloj se abrió con un leve gemido.
Diana tuvo que coger al vuelo el papel doblado que cayó de su interior, antes de que Blanca se distrajese de sus juegos y se diese cuenta de que allí pasaba algo raro. ¿Una nota dentro de un reloj? ¿Estaba invadiendo la intimidad de alguien más de lo que debía? Bueno, llegados hasta allí sería una tontería no echarle un vistazo. Tal vez no fuese importante.
Pero sí lo era; lo era para ella. En cuanto desplegó la cuartilla amarillenta y rígida, a punto estuvo de dejar caer el reloj al suelo, con las manos inertes por la conmoción. La nota, escueta y de trazos elegantes, decía así:
«Supongo que sería absurdo andarse con presentaciones insustanciales y falsos formalismos; tú y yo sabemos que ambos estamos involucrados en el mismo acontecimiento. De otra forma, ésta comunicación no se estaría estableciendo. Tú no sabrías nada de mi existencia.
Si lees esto, habrás encontrado el camino hacia la clave. Esa clave soy yo. Sigue la cadena de Temporibus, pues es lo que debe ser perpetrado.
Mis mejores deseos.
Damocles.»
Diana leyó la carta dos veces más, y tres, y cuatro… Temió desmayarse en aquel mismo momento. Pues no era el mensaje en sí lo que la había turbado de aquella forma.
Era el lenguaje. La nota estaba escrita en el lenguaje criptitario, un lenguaje ficticio basado en símbolos que sólo conocían Diana y su padre. El mismo que había desaparecido sin dejar rastro siete años atrás.
Las circunstancias de su desaparición habían quedado en el aire, una incógnita eterna; era como si el hombre hubiese dejado de existir, como si nunca hubiese existido. No había testigos ni pruebas, y la última persona que lo había visto había sido una Diana de nueve años, que le dio un beso de despedida cuando la dejó en la puerta del colegio y se alejó rumbo al trabajo con su coche. Después de aquello, ni Fabián Andrade ni el vehículo fueron encontrados nunca más. La tragedia había dejado una vereda de dolor en estado puro en las vidas de Diana y su madre que, aunque erosionada, seguía sin desaparecer.
Y ahora, diez años después, aparecía una nota escrita en su lenguaje privado y secreto, aquel que Fabián le había enseñado como un juego entre los dos, y que nunca había vuelto a olvidar. Una vez aprendido, era sencillo recordarlo; cada letra correspondía a un símbolo distinto, incluidos los números, signos y acentos. ¿Pero cómo se explicaba aquello? Los trazos plasmados en aquel papel eran radicalmente diferentes a los de su padre, toscos y descuidados. Esa carta no la había escrito Fabián. Ese tal Damocles conocía su lenguaje, y no sabía qué podía significar eso.
Abandonó la casa al día siguiente, tras el regreso de Lorena y habiendo cobrado su paga, con la nota y el reloj de bolsillo bien ocultos en su bolso. Debía averiguar qué significaba. No sabía qué era la cadena de Temporibus ni a qué se refería eso de “la clave”. Pero sí sabía que Damocles tenía que saber a la fuerza algo sobre el paradero de su padre, y que la única clave que importaba para ella era encontrarlo. Fuese cual fuese el significado de la nota, ella estaba implicada sí o sí.
De vuelta a su casa, se pasó horas y horas mirando la carta con lupa. Al examinarla un par de veces más, se dio cuenta de que había un pliegue en el papel, muy pequeño, que se le había pasado por alto y no había desdoblado. Al hacerlo halló nueve números escritos también en criptitario, y en seguida pensó que podría tratarse de un número de teléfono. Podría ser el número del misterioso Damocles.
Diana pasó un par de días absorta en sus pensamientos, intentando pensar en qué lío podría estar metido su padre, si es que seguía vivo, y en qué problemas podría meterse ella misma si marcaba aquel teléfono. Tanto se consumió en sus teorías que Adrián, que había fingido no darse cuenta del estado de su amiga, le pidió que esperase después de clase para hablar seriamente de lo que le ocurría.
Y Diana se lo contó todo. ¿Cómo iba a ocultarle algo a Adrián, que siempre compartía con ella todas sus preocupaciones y buenos momentos? Habían estado juntos desde que eran unos mocosos de parvulario y, lo más importante, él había estado a su lado en la época más dura de su vida, cuando Fabián desapareció. No podía mentirle en algo tan importante como aquello.
Discutieron largo y tendido sobre lo que debía y no debía hacer. Adrián se empeñaba en señalar lo peligroso que podría llegar a ser, y ella cada vez estaba más dispuesta a llamar al número de la carta.
—Piénsalo; aseguras que esa no es la letra de tu padre, por lo que el tal Damocles sabe vuestro lenguaje secreto. ¿Y si el lenguaje no es tan secreto? ¿Y si es de alguna secta, o alguna mafia, y tu padre se metió en un lío con ellos y acabaron secuestrándolo? –alegaba el chaval, revolviéndose el pelo como había siempre que se ponía nervioso – ¡Podría pasarte lo mismo a ti!
—Pero ¿qué sentido tiene entonces una nota como ésta? ¿Y si lo que pretende Damocles es ayudarme a encontrar a mi padre? ¿Y si confiaba en que yo encontrara la carta y me pusiese en contacto con él? –contraponía Diana. Habían prolongado la discusión tanto que habían decidido seguirla en casa de la chica, y en ese momento se encontraban viajando en la parte trasera de un autobús público.
—¿Cómo puedes ser tan inocente, con la de gente rara que hay por ahí? Si hubiera querido ayudarte, ¿cómo es que deja el mensaje dentro de un reloj, en la caja de juguetes viejos de una niña?
—No sabemos cómo ha llegado el reloj hasta ahí, Adrián. Podría haber llegado de muchas formas. Ahora mismo no sabemos nada de nada, excepto el número y el nombre de Damocles.
—Eso, y el tema de la “cadena de Temporibus”. Mírame a los ojos y dime que ese nombre no suena a secta.
Cuando llegaron a casa de Diana, aún seguían discutiendo. Como la madre de la chica había salido, no tuvieron miedo de seguir discutiendo del tema en voz alta, sentados frente al teléfono. Ella, en un súbito momento de atrevimiento, agarró el auricular y lo sostuvo en el aire, vacilante.
—No, Diana. ¿Qué haces? Suelta eso –pidió Adrián con voz grave y calmada, como quien intenta tranquilizar a un demente.
Ella no lo escuchó. Tenía su futuro entre las manos y no sabía qué hacer con él.
—Diana, suelta el teléfono. No sabemos en qué lío nos estamos metiendo. Es una locura –rogó el chico por tercera vez en un minuto. Pero Diana había tomado una decisión; acababa de hacerlo. Con dedos veloces a pesar del temblor, marcó a toda velocidad los nueve números que ya sabía de memoria. ¿Cómo no iba a sabérselos, después de haberlos mirado tantas y tantas veces?
Esperó dos tonos conteniendo la respiración, mirando a los exageradamente abiertos ojos de Adrián mientras esperaba. Tres tonos. El tiempo parecía correr a cámara lenta. Cuatro tonos.
Entonces, un crujido indicó que alguien había descolgado el teléfono al otro lado de la línea. Una voz se escuchó por el auricular:
—¿Sí?
CONTINUARÁ.
Muy interesante tu nuevo proyecto =)ademas me ha gustado el primer capitulo, con estos hechos aparentementes inexplicable, seguire la historia con atención pero no creo que pueda participar aunque me gustaria mucho
Morgana